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Insultos. Sangre. Hay quienes están filmado cuerpos postrados y golpeados. Hay quienes están mirando televisión, como mi familia. Estamos sentadas al borde de la cama de mi abuela en nuestra casa en Sucre. Tengo diez años aquel 24 de mayo 2008.

Estamos perplejas, observando algo clandestino a mis ojos infantiles, más heridas, más gritos, más crimen. Mi madre está llorando, como también lloraba al ver las noticias durante el golpe, sentada en la misma cama, adolorida pero protegida, sin poner el cuerpo en la calle. Lo que sentían nuestros cuerpos eran los gases lacrimógenos y el humo de llantas quemadas que entraban por los huecos de las ventanas. Cada semana cambiábamos la cinta aislante que poníamos a las rendijas.

Mi abuela está en silencio, y mi abuelo sólo puede nombrar a Dios. “Dios santo, qué están haciendo, carajo”. Como niña, pienso en Dios y en cómo esos cuerpos son los más parecidos al de su hijo, Jesús, con el cuerpo arrodillado, ensangrentado, yendo hacia la crucifixión a plena luz del día con un público testigo activo, y que no hace nada frente a la violencia.

La bandera chuquisaqueña está inspirada en una de las banderas más antiguas del imperio español: la cruz de Borgoña. La obviedad va brillando en la herencia de los símbolos: cruz, corona, blanquitud.

Mi niñez mira la pantalla sintiendo: ¿por qué nadie calma esas miradas enardecidas de sed de venganza? ¿Venganza contra qué?

Mi mamá me explica que estamos viendo al racismo chuquisaqueño actuar, el odio al cuerpo rural, al cuerpo campesino, al cuerpo denominado indio. No es la primera vez que escucho “indio” ni “racismo”, tampoco será la última. Son palabras construidas y sus efectos son abundantes, nefastos y siguen encubiertos.

Ese día la policía fue cómplice. El gobierno municipal, cómplice. La justicia, cómplice.

El futuro, que es ahora quince años después, también ha sido cómplice.

En Sucre somos muchos quienes no hemos realizado formas de memoria pública sobre aquellos acontecimientos, y el silencio es signo de violencia sedimentada. En palabras del antropólogo haitiano Trouillot, el silencio es un proceso de creación activa, un deseo oscuro de no reconocer qué dice el crimen sobre nuestra condición social.

Sucre es la ciudad blanca, la bien arreglada, la bonita, la tranquila, la de museos.

Quién crees que se va a atrever a abrir esa herida, dice mi madre incrédula. La herida es el relato sobre la capitalía que la Sucre colonial tiene sobre sí misma, que es un derecho donde el ejercicio a postrar cuerpos se concede de forma pública. La herida está abierta y va infectar el cuerpo, un cuerpo social que ya está infectado y que posee la potencia de seguir hiriendo.

Empezar a atender la herida –no abrirla porque ya está abierta- es generar espacios, lugares, registros, activar insólitas participaciones para intentar recordar.


La memoria surge en un campo social desigual


En 1992, grupos sinti y roma gitanos en Alemania solicitaron construir un espacio en memoria a las víctimas del régimen nazi. Primero, la disputa fue sobre el lugar, pues el gobierno de la ciudad de Berlín quería construirlo lejos, a las afueras. Luego de nueve años, aceptaron que podía ser en un lugar más céntrico, cerca de otros memoriales del holocausto. Pero sólo fue hasta 2008 que comenzaron las construcciones.

En Estados Unidos, en 2018 se abrió el primer lugar de memoria a la esclavitud, el Monumento Nacional por la Paz y la Justica, donde no sólo se muestra el terror de los linchamientos y la segregación racial, sino también su vínculo con la actual violencia policial y encarcelamiento masivo a afroamericanos. Muchos de los casos averiguados para realizar este memorial no habían sido documentados antes de comenzar la investigación para la creación del mismo.

La política sobre la memoria es un lugar a ser disputado, en conflicto por las relaciones de poder que implica crear relatos.

¿Cuándo le tocará a Sucre reconocer su propio pasado?

Recuerdo escuchar comentarios que decían “sin razón les hacen esto, sólo vinieron a recoger máquinas”. Pero no < es un sin sentido. Decir que no hay razón es absolver la historia boliviana, es pensar que, “habiendo alguna razón”, sí se podrían admitir ciertos actos.

La razón es el odio y trabajar contra el odio en las calles es fundamental para perturbar las cómodas normas sociales de los suelos donde la sociedad chuquisaqueña camina.

Hacer ejercicios de memoria no cambiará la pobreza. Tampoco suplirá la necesidad de justicia. El recuerdo está relacionado con prácticas de reparación simbólica y anhelos de no repetición.

Al ejercer el poder de enunciación, se construyen narrativas colectivas sobre los efectos de la violencia: fantasmas llegan a ponerle cuerpos, nombres y afectos a nuestro pasado para volvernos vulnerables a las historias. Entonces, no es la culminación de un proceso, es una puerta para liberar el silencio y comenzar a hablar.

La memoria hace que la palabra aparezca.

Ante el silencio activo, especular permite imaginaciones inquietas, quizás incorrectas, no precavidas, o tan sólo provisionales para pensar qué podría acontecer en Sucre.


Quién diría

La plaza 25 de mayo cierra sus calles y la universidad, el gobierno y la policía piden perdón.

La plaza 25 de mayo vuelve a cerrar. Se habilita un micrófono para que transeúntes puedan hablar, frente a la Casa de la Libertad, sobre racismo en sus vidas. Los periódicos toman nota y publican testimonios.

Distintos colectivos comienzan a realizar memoriales móviles, interactivos, visuales y sonoros, visitan distintas partes de la ciudad, escuelas y universidades. Éstos son memoriales que pueden crecer a medida que más relatos sean incorporados. Desean hacer visible las narraciones que habitan Sucre.

El gobierno municipal decide prohibir el estacionamiento en la cuadra de la plaza donde acontecieron los hechos del 24 de mayo para crear, junto testimonios y deseos de las víctimas y sus familias, memoriales colectivos.

Profes de Historia llevan a sus estudiantes a leer en voz alta crónicas del genocidio en la calle Colón, y conjeturan cómo renombrarlas, o cómo intervenir sus letreros para mostrar lo que sus nombres representan. En Arte no sólo van al museo Charcas para contemplar el talento barroco-colonial, sino que también aprenden a representar su propia cotidianidad para crear sus versiones de ángeles, dioses, infiernos y paraísos. En Literatura leen lo que permita encontrar la propia voz, la voz que cuenta la Sucre múltiple, y crean obras de teatro frente a la plazoleta de Pedro Anzurez, fundador de La Plata, y le hablan sobre cómo no quisimos ser colonizados, o a lo que les lleva su propia imaginación.


Y cuando no haya más dónde ir, vuelven a la calle sin parqueo de la plaza 25 de mayo donde podrán hacer memorias que aún no sabremos cómo serán, que quizás nunca sean, pero al menos ya es un lugar imaginado para pensar sobre lo que ya no puede repetirse.


Memorias itinerantes que abren espacios y barren el silencio en el que Sucre está empolvado.


Porque si todavía conciben que el odio contra quien es llamado indio no existe, pues abra el micrófono público y escuche, porque quien piensa que no existe es porque lo ejercita todos los días.


La ciudad blanca, en cualquier caso, será transfigurada.


Y comienza pronto.

Este 24 de mayo, a las cuatro de la tarde, el Archivo y Biblioteca Nacionales de Bolivia, comenzará a recordar recibiendo las voces de quienes vivieron el 24 de mayo desde lo que aconteció en esta plaza de paredes blancas.

2023.

El futuro a veces tiene la buena costumbre de llegar.



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